No parece extraño que los aledaños del emplazamiento militar de Puerto del Rosario hayan dedicado sus calles a ensalzar las figuras de Viriato, Juan de Austria o Hernán Cortés, por poner un ejemplo. Los recordatorios a coroneles, comandantes o almirantes son también habituales por esa zona. En esta ocasión vamos a referirnos a la calle Gran Capitán, una figura recordada por todos gracias a las enseñanzas que recibimos de niños. También un personaje real, de carne y hueso, que a veces recordamos vagamente pero que en realidad fue alguien decisivo en nuestra pasada historia. 

Calle Gran Capitán

 Don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enrique de Aguilar se ganó el sobrenombre de “Gran Capitán” por sus destacadas dotes para el combate. De hecho, el Tercio de la Legión Española acuartelado en Melilla lleva su nombre. Fue pariente de Fernando el Católico, y de noble cuna, por tanto. Nació en el castillo de Montilla el 1 de septiembre de 1453 y pertenecía a la nobleza andaluza encarnada en la Casa de Aguilar al ser el segundo hijo del caballero don Pedro Fernández de Aguilar, que murió a edad temprana y de doña Elvira de Herrera y Enríquez, prima a su vez de doña Juana, reina consorte de Aragón. Junto a su hermano mayor fue educado en Córdoba bajo la supervisión del caballero don Pedro de Cárcamo y desde muy joven se vio incorporado al servicio de don Alfonso, hermano de la que luego sería Isabel I de Castilla, en calidad de paje. El fallecimiento del príncipe lo llevó a abrazar la causa isabelina, participando en la Guerra de Sucesión Castellana, donde ya empezó a despuntar como brillante militar, unas dotes que la reina católica apreciaría siempre. Se casó con su prima doña Isabel de Montemayor, que murió al alumbrar a su primer hijo, recibiendo como regalo de boda de su hermano la alcaldía de Santaella. Allí fue hecho prisionero por su primo y enemigo, don Diego Fernández de Córdoba y Montemayor, que lo retuvo en el castillo de Cabra hasta que en 1476 los Reyes Católicos intercedieron para que fuese liberado. Sus apellidos eran ilustres y su reconocimiento en las batallas en las que participaba iba en aumento, pero donde más destacó fue en la larga contienda para poner fin a la presencia musulmana en España. Entre sus hitos más destacados se encuentra el feroz asalto a Montefrío, donde fue el primero en encaramarse a la muralla defensiva, y la toma de Loja, donde consiguió hacer prisionero al monarca nazarí Boabdil. Era tan querido por su tropa que se cuenta que durante una de las últimas escaramuzas nocturnas a las puertas de Granada, se cayó del caballo y consiguió ponerse a salvo gracias a un leal servidor que perdió la vida en el intento. Contrajo segundas nupcias con doña María Manrique de Lara y Espinosa, del linaje de los duques de Nájera y Dama a su vez de la Reina Isabel de Castilla. Con ella tuvo dos hijas, Beatriz y Elvira Fernández de Córdoba, siendo esta última la que heredó sus títulos y propiedades. A principio de 1492 se encargó de llevar la negociación es para la rendición final de Granada, recibiendo en agradecimiento una encomienda de la orden de Santiago y el señorío de Órgiva (Granada), además de determinadas rentas a cuenta de la producción de seda granadina. Participó en dos expediciones a Italia para defender los intereses españoles y durante todos los enfrentamientos demostró una maestría novedosa en el manejo de la infantería, la caballería y la artillería, sin prescindir del apoyo naval. Se centró más en la infantería, y la reorganizó en coronelías que serían el embrión de los futuros tercios españoles. Tras el fallecimiento de la reina Isabel, Fernando el Católico lo destituyó al hacerse eco de los rumores que le acusaban de haberse apropiado de fondos de guerra durante las campañas italianas. No parece que le pidiese explicaciones, pero el Gran Capitán decidió rendírselas para rehabilitar su imagen. Estas cuentas se conservan en el Archivo General de Simancas y han dado pie a la leyenda de “las cuentas del Gran Capitán” y a su consiguiente refrán porque en ellas detallaba infinidad de gastos, pero al final escribía escuetamente: “…..y finalmente, por tener la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados”. Retirado en Loja, regresó a Granada en agosto de 1515, tras sentirse enfermo, y allí falleció el 2 de diciembre de ese mismo año. Sus restos mortales acabarían reposando, junto a los de su esposa, parte de su familia y numerosos trofeos de guerra, en la cripta del monasterio granadino de San Jerónimo. En la Guerra de la Independencia su tumba fue profanada desapareciendo, entre otras muchas cosas, su calavera y su espada de gala. Lo que acabó sucediendo con sus restos daría para escribir una novela de aventuras, o de terror más bien, porque después de sucesivas exhumaciones y trasiegos (incluso en 1848 se lo llegó a trasladar a la iglesia madrileña de San Francisco el Grande para formar parte de un hipotético panteón de españoles ilustres que no llegó a hacerse) acabó siendo devuelto de nuevo al lugar de su primer enterramiento. Toda una peripecia que acabó en 2006, cuando una investigación forense rigurosa acabó concluyendo que aquellos restos ya no pertenecían al Gran Capitán.

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