Calle de La Molina

 

Calle de La Molina

 

En la localidad majorera de El Cotillo encontramos la Calle de La Molina, que alude a una versión simplificada de los tradicionales molinos que dan tanta personalidad a la isla hasta el punto de emparentarla con algunas localidades de Castilla- La Mancha.

La paulatina colonización de Canarias supuso que su población nómada se fuese haciendo más sedentaria, y con ello también se transformaron sus hábitos, convirtiendo su economía en básicamente cerealista, por lo que la molienda se hizo imprescindible.

Las primeras técnicas eran conocidas como “molinos de sangre”, ya que necesitaban de la colaboración animal, y a veces humana, para triturar el grano. Otro procedimiento muy tradicional que se encontraba en casi todas las casas consistía en los llamados “molinos de mano” (recipientes en los que se trituraban los cereales aplastándolos con un pequeño mazo).

Todo cambió cuando se decidió contar con la colaboración de los alisios, muy habituales en las islas. El molino de viento, conocido también como “molino macho” fue el primero en implantarse en Fuerteventura y resultó ser una copia casi exacta de los que ya existían en Castilla. Eran de planta circular y tenían dos o tres alturas y cuatro o seis aspas. Se utilizaban para moler los granos, tostados o sin tostar, y obtener así el gofio y distintos tipos de harina. Sus muros eran de mampostería, hecha con piedras, barro o mortero de cal. La maquinaria se ubicaba en la base y estaba compuesta por dos muelas, la tolva y la canaleja. En la tercera planta había una rueda dentada con su eje, el husillo y las aspas, generalmente ancladas a un eje horizontal ligeramente inclinado. El rotor de aspas iba siempre a favor de los vientos dominantes y todo el conjunto estaba protegido por una cubierta cónica de madera que es la que siempre les ha dado siempre su imagen característica. Los molinos de viento tradicionales se fueron instalando en Fuerteventura desde finales del siglo XVIII y continuaron hasta comienzos de XIX, cuando fueron sustituidos por un artefacto más sencillo que realizaba similares prestaciones.

En la segunda mitad del siglo XIX comienza a verse en la isla de La Palma un tipo de molino al que se le da el nombre de “sistema Ortega” en honor a su inventor, don Isidoro Ortega Sánchez. Se extiende después a Lanzarote y Fuerteventura donde, para distinguirle de su predecesor, se le conoce como “molina”, siendo el resultado de algunas modificaciones realizadas por los artesanos locales de estas islas.

Las molinas estaban formadas por la torre, el edificio y la maquinaria, siendo ésta mucho más sencilla para prestaciones similares. Era la torre de madera la que sostenía todo el mecanismo, que se apoyaba a su vez en un pivote metálico que giraba sobre una plancha de hierro colocada en el suelo. La maquinaria realizaba su labor con dos muelas, la tolva y la canaleja. Su principal ventaja era que el molinero podía realizar su labor a ras del suelo, sin tener que transportar arriba y abajo los pesados sacos de cereal, lo que supuso una simplificación considerable de su trabajo.

Molinos y molinas de Fuerteventura merecieron ser declarados Bien de Interés Cultural en julio de 1994. Tenemos ejemplos muy representativos en Antigua (Valles de Ortega, Antigua y La Corte son tres de ellos), Puerto del Rosario (Puerto Lajas, Tefía, La Asomada y algunos más) y La Oliva (Corralejo, Villaverde y Lajares, entre otros). Su contribución al paisaje majorero ha sido decisiva para dotar a Fuerteventura de una personalidad única que la distingue del resto de islas canarias.

 

 

Rosario Sanz Vaquero

 

 

Calle Juanito, el cojo

 

Muchas calles de Fuerteventura se han dedicado a preservar la memoria de personas anónimas que destacaron por algún motivo entre sus contemporáneos. En ocasiones, fue por sus profesiones, como es el caso de «Juanito, el patrón» «Practicanta Chanita» o «Pepe, el carretero», que enriquecen el callejero de la localidad de Gran Tarajal y basta indagar un poco para encontrar en la actualidad quien rememore sus biografías. En otros casos, fueron sucesos trágicos los que armaron la leyenda popular hasta el punto de que quedase constancia en rincones de la isla. Es el caso de la calle «Juanito, el cojo».

 

Calle Juanito, el cojo

 

Resulta peculiar encontrarse en Puerto del Rosario con una calle bastante empinada con aspecto de callejón y leer en la placa identificativa que lleva el nombre de un señor al que en su día se le apodó como «el cojo». Uno se plantea sin duda lo dificultoso que le resultaría al tal Juanito ascender hasta la calle de arriba, a pesar de que en la actualidad se han instalado varios pasamanos, lo que da idea del desnivel por el que transcurre.

Al investigar más sobre la figura de este personaje, se descubre que este es el lugar donde tuvo lugar un hecho terriblemente luctuoso: el asesinato de un canario llamado Jerónimo Fernández Jorge a manos de Juan Morales Álvarez, conocido precisamente entre sus vecinos como «Juanito, el cojo».

El protagonista de esta historia, al margen del fallecido, había nacido en 1839 en la localidad de Tetir, desde cuya vega se trasladó al entonces Puerto de Cabras abandonando las labores agrícolas y ganaderas para abrir una carnicería. En la capital majorera habían nacido sus tres hijos: Josefa (1875), Victoria (1880) y Pablo (1882). Todos ellos llevaban por segundo apellido Barrera, que era el que correspondía a su madre, que falleció a los pocos años.

Puerto de Cabras era por aquel entonces muy distinto al que hoy conocemos, un puñado de casas cuya justicia pilotaba en torno a un juzgado de paz que derivaba los asuntos importantes a Arrecife, la capital de la isla vecina de Lanzarote.

El «correíllo», como se conocía al barco que hacía escala en la isla un día a la semana, transportaba personas y mercancías dando al puerto un toque de modernidad e intensa vida comercial que tenía como contrapartida algún que otro altercado por culpa del ron que se dispensaba en las cantinas. Por aquella época ya se habían instalado en Puerto Cabras algunos miembros de la Guardia Civil y algunos militares que residían en la calle de la Marina.

En este ambiente de frecuente intercambio de personas y circunstancias arribaba a Puerto de Cabras de vez en cuando un tal Jerónimo Fernández Jorge, muy conocido por todos como «Momito, el de María Jorge», que había nacido en la capital en 1845. La potencial víctima solía formar parte de la tripulación de las balandras de Agustín Pérez y era famoso por sus constantes incursiones en todo tipo de bares y garitos. Así las cosas. «Momito» comenzó a rondar a las hijas de Juan Morales, cosa que disgustó a su padre, ya viudo y con unos sesenta años. Hasta tal punto llegó a incomodarle la situación que una vez dijo a sus vecinos en la pescadería de José Machín: «¡un día de estos lo abro en canal…!».

La tragedia se desató un seis de marzo de 1901, al atardecer. Esa mañana había llegado Jerónimo Fernández Jorge, que se entretuvo durante casi todo el día haciendo su habitual ronda por la localidad donde no era famoso precisamente por sus buenas costumbres. En vez de visitar a su madre y a sus hermanos, Antonio (Puerto de Cabras, 1875) e Isabel (Santa Cruz de Tenerife, 1883), merodeó por los alrededores de la casa de Juan Morales y éste salió a recibirle con un cuchillo en la mano. El carnicero, que se hacía llamar «cortador» y estaba acostumbrado a degollar animales, lo siguió hasta darle alcance y le asestó una puñalada que lo dejó muerto en el acto. Después, se limpió el cuchillo en el mismo mandil de carnicero y pretendía volver a su negocio cuando fue hecho preso por varios agentes de la Guardia Civil que habían sido alertados al presenciar la discusión entre ambos hombres. Días después, se le embarcó  en la goleta «Beatriz» y se le puso a disposición de las autoridades judiciales de Arrecife junto a lo que se consideró el arma del delito. Los diarios canarios dijeron a los pocos días que la puñalada en el corazón había sido certera y que la víctima trabajaba como pescador y tenía 24 años.

Ambas familias decidieron poner una pequeña cruz en el lugar de los hechos y esta se encontraba precisamente donde posteriormente se construyó un estrecho callejón, frente al Mercado Municipal de la capital majorera.

 

Rosario Sanz Vaquero   

 La pesca va unida a la vida de las islas, especialmente a territorios como el de Fuerteventura, aquejado de importantes sequías que hacían que sus habitantes se refugiaran en la ganadería y en las artes del mar como principal fuente de subsistencia. Basta visitar el Museo de la Pesca, junto al Faro del Tostón, en El Cotillo, para darse cuenta de la importancia del mar para los majoreros. En él se exhiben con minuciosidad infinidad de detalles y artilugios, entre ellos «nasas», un instrumento de pesca al que la localidad de Corralejo le dedica toda una calle.

Calle La Nasa

En pleno casco urbano de Corralejo, no lejos del muelle desde donde partían los barcos para hacerse con la codiciada pesca, encontramos una calle bastante corta a la que han dado el nombre de «La Nasa» rindiendo memoria y homenaje a este modo de operar de lo que se conoce en términos profesionales como pesca pasiva.

La nasa es una red de forma cilíndrica que imita la forma de un embudo invertido. Por la parte más amplia se introducen peces más bien pequeños, pero también crustáceos y cefalópodos que son atraídos por un cebo que sea capaz de suscitar su atención. El preferido es el de cangrejo, aunque a falta de esta especie se usan también peces, siendo el jurel y la sardina los más empleados. Siguiendo el recorrido para llegar hasta él, se van introduciendo cada vez más hacia el fondo de la nasa hasta que les resulta imposible salir.

Su estructura base consiste en un esqueleto de madera que une su parte superior e inferior con un sistema de varillas que se colocan de forma vertical. Esta estructura va forrada por otra serie de varillas de menor espesor, colocadas en sentido longitudinal a cada plano. A veces, la tarea de aislamiento se completa añadiendo distintos tipos de tela. Podría decirse que el entramado acaba conformando una especie de cesta.

La nasa lleva una tapa de madera por su boca superior, con una abertura de entrada hecha habitualmente de plástico o algún otro material blando para facilitar la entrada de las presas. Esta cubierta tiene como finalidad obstruir la salida del pescado y se utiliza también para proceder al vaciado de todo el contenido.

La pesca con nasa es una de las artes más antiguas y tradicionales. Los artilugios se colocan tumbados sobre el fondo marino y a merced de las corrientes. Se emplean bastante a menudo en algunos países iberoamericanos y, aunque se denominan de forma diferente, se trata de sistemas similares. En España se utiliza mucho en la zona del Cantábrico, sobre todo en Cantabria y Galicia. En Canarias también es muy conocida y no es extraño ver alguna de ellas decorando rincones de bares y restaurantes especializados en pescado y marisco. Todo un símbolo de mar que ayuda a no olvidar que el producto no llega al plato sin un esfuerzo físico y artesanal considerable.

Rosario Sanz Vaquero

Calle García Escámez

 

La historia de Fuerteventura está llena de acontecimientos sociales e históricos que han quedado reflejados en el callejero. Tuineje rinde homenaje, por ejemplo, a la batalla de Tamasite y al protagonista del enfrentamiento con los ingleses, el general Umpiérrez. Otras veces son las iniciativas en favor de la economía majorera las que llevan a honrar la memoria de algunas personalidades. Tal es el caso de la calle García Escámez.

 

 

 

Calle García Escámez

 

Aunque la calle García Escámez se encuentre en pleno centro de Puerto del Rosario, junto a la conocida playa de Los Pozos (o Playa Chica), lo cierto es que está vinculada a una zona situada cerca de la localidad de Los Molinos, próxima a una presa del mismo nombre que fue construida en la década de los años cincuenta para revitalizar un poblado de colonos a los que las autoridades decidieron conceder ayudas para cultivar la tierra.

El proyecto, pionero en su momento, cristalizó en un enclave conocido como Las Parcelas y hoy cuenta con un teleclub, una iglesia, una escuela y un parque infantil. En una de las fachadas laterales del cetro de ocio puede verse una placa con la inscripción «Colonia García Escámez» que nos remite a una iniciativa de aquel militar que era mando económico del archipiélago y capitán general de Canarias. El señor García Escámez tuvo la idea y la generosidad de comprar aquellas tierras en el año 1946 con objeto de reactivar tanto la agricultura como la ganadería de las islas. Cerca de doscientas familias pudieron beneficiarse de esta iniciativa y a cada una de ellas se les entregaron dos hectáreas de tierra, una de las cuales era de regadío. Desde la presa se tendió un canal con una capacidad de conducción de unos cien litros por segundo y se construyó una red de acequias que alimentaban las parcelas, nombre por el que acabó conociéndose el singular pueblo.

Junto a las tierras, a los campesinos se les proporcionó también todo tipo de utillaje, semillas y abonos. Cada familia era beneficiaria de la primera cosecha y se cuenta que algunas llegaron a conseguir hasta diez mil pesetas de la época, lo que por aquel entonces era un pequeño capital. El resto de las sucesivas cosechas era llevado a Gran Tarajal, desde cuyo puerto, un punto estratégico de la isla en lo que a tráfico de mercancías se refiere, llegaba a Las Palmas para comercializarse a través de las empresas Suárez y Betancort.

Aquellas parcelas no se podían vender, pero sí heredar de padres a hijos. Hoy residen allí varias familias aunque la presa de Los Molinos ya no retiene tanta agua como antaño y las canalizaciones tampoco funcionan como en sus mejores tiempos. Su pequeña iglesia está dedicada a San Andrés que, como corresponde, es el patrón de los agricultores. Fue construida en 1998 y desde la parroquia de santo Domingo, en la vega de Tetir, al santo se le trae en procesión para realizar una misa y devolverle después a su lugar de origen. Según la tradición, estos actos religiosos conmemoran  una leyenda según la cual la majorera María Jesús Cabrera Fuentes rezó al santo para que acabara con una terrible sequía que azotaba la isla allá por los años cincuenta. Y debió hacerlo con tanto fervor que enseguida se abrió el cielo y empezó a llover durante varios días.

 

Rosario Sanz Vaquero

 

Calle Tabajoste

 

Las calles de Fuerteventura se pueblan de palabras cuyo significado no entendemos a primera vista. Pero nada se ha puesto por azar y no debemos resignarnos a que caigan en el olvido. Hay nombres que aluden a faenas agrícolas ancestrales o a oficios que ya se han dejado de ejercer. En otras ocasiones, se refieren a plantas vinculadas a la tradición canaria, o a piezas de cerámica que ya apenas se fabrican porque han dejado de cumplir la función a la que fueron destinados hace muchísimos siglos. Este sería el caso de la calle “Tabajoste”, que atraviesa la localidad de El Matorral y se encuentra muy cerca del aeropuerto de la isla.

 

 

Calle Tabajoste

 

La palabra “tabajoste” hace referencia a los recipientes que utilizaban los aborígenes de Fuerteventura para recoger la leche de cabra. También se conocían como “tofios”. Se trata de una vasija de barro de fondo plano con un saliente para verter el líquido. Su decoración adquiría diversas formas ya que era sencillo grabar en sus bordes, con herramientas muy básicas, desde los dibujos más sencillos a los más sofisticados. Los más habituales consistían en grecas o espigas. Hoy se pueden ver varios ejemplares en el Museo Etnográfico de Betancuria y en muchos otros de Canarias.

Resultaba muy habitual utilizar recipientes de cerámica para almacenar los alimentos, era una costumbre aprendida en tierras africanas y una labor encomendada sobre todo a las mujeres. Se elaboraban limpiando la arcilla de piedras grandes, machacándola y mezclándola con agua. Se continuaba amasando con más arena y después, con la ayuda de un palo u otro utensilio, se alisaba el material conseguido hasta conseguir el grosor deseado. Nunca se pintaban, por lo que su color era casi siempre marrón, verdoso o parduzco, bastante en consonancia con el de la tierra con que fueron hechas. Como en aquella época no existían los hornos, las piezas se disponían sobre montones de leña, que se cubrían otra vez con más leña para que pudiesen arder durante aproximadamente una hora. Al final la madera se consumía y quedaba sólo la cerámica. Es verdad que no conseguían tanta consistencia como en etapas posteriores cuando el empleo de hornos se popularizó en muchas regiones. Hoy resultan bastante cotizadas y se exponen a la venta en algunos establecimientos. Son especialmente representativas de las islas más orientales del archipiélago: Lanzarote, Fuerteventura y La Graciosa. Piezas similares, aunque con dos asas y con la misma finalidad, se fabricaban también el La Gomera. Se llamaban “carabuchos”. El lenguaje popular ha hecho suyas algunas expresiones muy singulares como “darle una patada al tabajoste”, en el sentido figurado de dejar una tarea a medio concluir o alejarse de algo que resulta engorroso.

 

 

Rosario Sanz

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Calle Tinguaro

 

El municipio de Antigua, fundado por colonos europeos teniendo en cuenta la buena calidad de sus tierras y considerado un punto estratégico entre la entonces capital, Betancuria, y los embarcaderos del este de la isla, en especial el de Pozo Negro, guarda también en sus calles la memoria histórica de Canarias. Da fe de ello la que lleva el nombre de Tinguaro.

 

Calle Tinguaro

 

Se cree que en lenguaje guanche Tinguaro significaba hombre de gran valor y esto es lo que se presume de un personaje de Tenerife al que municipio de Antigua ha dedicado una calle en pleno centro urbano, muy cercana a su bonita iglesia.

Parece que este apelativo se lo dio el poeta Antonio de Viana, que publicó en 1604 su famosos poema histórico “Antigüedades de las Islas Afortunadas”, y el nombre se fue repitiendo hasta llegar a nuestros días. Lo tomó del espacio arqueológico de Chiguaro, hoy santuario cristiano, situado en el término municipal de Güímar y primer lugar donde los guanches rindieron culto a la Virgen de Candelaria, encontrada en la playa de  Chimisay en tiempos anteriores a la conquista de la isla.

Conocido también como Chimenchía o Himenchía (los historiadores no se ponen de acuerdo en torno al que fue su nombre verdadero), que significaría “joven rey”, lo cierto es que este personaje pertenecía a la clase social de los achimencey, formando parte por tanto a la clase dirigente. Debió nacer en torno a 1495 y junto a su hermano Bencomo, mencey de Taoro, ha  pasado a la historia como uno de los guerreros que ofrecieron mayor resistencia a la conquista de Canarias.

Según el historiador y médico canario Juan Bethencourt Alfonso, que escribió una interesantísima “Historia del Pueblo Guanche”, Tinguaro era el jefe de la provincia o  achimenceyato de Acentejo.

Antonio de Viana relata también que antes de las batallas que resultaron decisivas, durante el “tagoror” (consejo) mantenido entre los reyes guanches de la isla, Beheneharo, mencey de Anaga, le promete a Tinguaro la mano de su hija Guacimara y la herencia de su reino si consigue derrotar a los castellanos. Guajara, amante de Tinguaro, se siente celosa por en interés de éste muestra ante la propuesta  y consigue que Ryuman, hijo de Bencomo y amante a su vez de Guacimara, huya con la esposa prometida. Tinguaro obliga entonces a Bencomo a casarse con Guajara convirtiéndose no obstante en el gobernador de Anaga. De esta unión nacieron cinco hijos, que al ser bautizados después de la conquista recibieron los nombres  de Ana Hernández Pérez, Pedro Hernández, Francisca Pérez, Inés Pérez y Juana Pérez.

Tinguaro es el gran protagonista de la portentosa victoria que tuvo lugar durante la batalla conocida como “Matanza de Acentejo”, en la  que las tropas castellanas fueron completamente abatidas por los guanches. Meses antes de esta hazaña que permanece inalterable en el imaginario del pueblo canario, en mayo de 1494, el capitán conquistador Alonso Fernández de Lugo  había desembarcado en la isla, penetrando con sus soldados en dirección al valle de La Orotava. Su intención era acabar con la última resistencia que estaba oponiendo el caudillo Bencomo. Pero este decide enviar a su hermano Tinguaro con unos trescientos hombres mientras él reagrupa sus tropas para presentar batalla. La compleja orografía del terreno, que los aborígenes dominaban, sorprende a los castellanos, favorece a los guanches y en el barraco de Acentejo se produce la masacre.

No se amilana Alonso Fernández de Lugo, que regresa al año siguiente después de abastecerse tropas y pertrechos. Tinguaro, envalentonado por la victoria anterior, se pone de nuevo al frente de los guanches, acompañado por su hermano, el mencey Bencomo y el hijo de éste, su sobrino Bentor.

El 14 de noviembre de 1495 se encuentran frente a frente los dos bandos, pero, grave error estratégico de los aborígenes, en vez de en un territorio abrupto lo hacen en una llanura próxima a la actual ermita de Nuestra Señora de Gracia. Comienza así la conocida como “batalla de La Laguna”. Las tropas guanches atacan desde tres frentes: el centro, dirigido por el mencey Bencomo, el ala derecha dirigida por el rey Acamio de Tacoronte, y el ala izquierda defendida por el propio Tinguaro.

Cuando la batalla parece inclinarse definitivamente del lado castellano, los guanches comienzan a retirarse y Tinguaro se dirige a la ladera de la montaña de san Roque. Allí le encuentra el soldado grancanario Pablo Martín Buendía (Gran Canaria ayudó en los años finales a los castellanos a terminar la conquista) y entendiendo mal sus palabras de rendición, le atraviesa con una lanza. Estos hechos parecen pertenecer a la leyenda, pues hay quien dice que fue Bencomo quien hizo frente a Buendía. Lo cierto es que ambos hermanos debieron morir tras la batalla, por lo que Bentor fue entronizado como nuevo rey.

Pero aún no había acabado la guerra y meses más tarde tuvo lugar la conocida como “segunda batalla del Acentejo”, en la que participó Bentor. Ambos bandos lucharon a la desesperada: los castellanos, por subsanar el honor perdido en la anterior batalla, en aquel mismo lugar; los guanches, por recuperar de una vez por todas el dominio de sus tierras. Inclinada la batalla de nuevo a favor de los castellanos, su líder, Bentor, se suicidó despeñándose y quizá pronunciando la frase “Atis tirma”, (“por ti, tierra”), el grito de sus antepasados en momentos similares

Al margen de cómo se desarrollaran con exactitud todos estos acontecimientos, es un hecho que la muerte de estos caudillos debilitó la resistencia y facilitó finalmente la incorporación de todo el archipiélago a la Corona castellana.

 

 

Rosario Sanz Vaquero

 

Calle El Cosco

 

En tiempos “ruines”, como se los calificaba para contraponerlos a los de prosperidad, la población majorera se vio obligada a azuzar la imaginación para alimentarse del mejor modo posible. Fue entonces cuando las plantas “barrilleras” canarias, pertenecientes a la especie Aizoaceae, comenzaron a tomar importancia. Puede que ya fuesen uno de los principales alimentos de los aborígenes, pero su consumo había caído casi en olvido porque se había reservado para las etapas de más penuria.

Esta especie particular del mundo vegetal, que tiene como ejemplares más conocidos la barrilla y el cosco, retoma su protagonismo en tiempos de hambruna. Crece cerca del mar, en terrenos bajos y más bien salados, y su recolección no presenta dificultades. Su denominación botánica procede del griego y viene a significar “flor del mediodía” en consideración sus flores blancas y un poco rosadas, que pueden llegar a medir hasta tres centímetros de diámetro. Las papilas acuosas que muchas veces salpican sus hojas hizo que los griegos también las conocieran como “cristal” y la variedad llamada cosco se distingue de las demás por su coloración rojiza oscura muy intensa.

Los campesinos majoreros le daban varios usos. A veces la quemaban y compactaban su ceniza en una especie de piedras que enviaban a Inglaterra y a otras partes de Europa, donde se utilizaba para fabricar jabón.

Pero era mucho el cosco recolectado para la alimentación, y seguía un proceso más complejo. Se recolectaba en verano, coincidiendo con la temporada de la pesca, el marisqueo y la recogida de la sal y tras secarse y teniendo en cuenta la escasez de agua de la isla, se llevaba a los “lavaderos”, que eran lajas inclinadas en cuyo extremo había una poza no muy profunda. Al removerlo se desprendían unas semillas pequeñas y negruzcas que más tarde se convertirían en gofio después de tostarlas y pasarlas por el molino de mano, un utensilio que no solía faltar en ninguna casa.

El gofio de cosco se denominaba a veces “gofio de vidrio” y se tomaba según el modo tradicional: a cucharadas (sirviéndose de trozos de cebolla, a modo de cuenco) o como acompañamiento de leche, pescado o lo que hubiera disponible en aquel momento. Su consumo era meramente familiar, bien almacenado duraba bastantes meses y sólo en contadas ocasiones se intercambiaba por otros productos.

Algunos ancianos describen su sabor entre salado y amargo. Muchos prefieren no recordarlo por no rememorar tiempos aciagos como los que en Fuerteventura siguieron a las dos Guerras Mundiales, la Guerra Civil española o los intervalos de sequía persistente. Los más benevolentes comentan que no estaba tan malo…

Viajeros del siglo XIX como Rene Verneau, en su libro Cinco años de estancia en las Islas Canarias” hacía referencia al gofio de cosco al hablar de su camellero: “Lo único que poseía era su dromedario y con él intentaba alimentar a su familia. Con frecuencia tenía que reemplazar el gofio de trigo por el de cosco, pero no se lamentaba mientras pudiese dar de comer a  sus hijos. …Si no pierde el tiempo, un hombre puede recoger alrededor de dos kilos en un día. … es el único alimento, durante meses, de cientos de seres humanos”.

En 2019 se celebraron en la isla unas jornadas bautizadas con el pintoresco nombre de “Potaje científico”. Durante una de sus conferencias, el médico y máster en nutrición don Lester Ramos Hernández se refirió al gofio de cosco como un alimento muy completo: “tiene una alta cantidad de proteína, además de gran contenido en fibra, útil para la saciedad, el peso, el cáncer de colon y la diverticulitis. Tiene hidratos de carbono, de los buenos, al ser tipo sacarosa, así que los diabéticos los pueden consumir. Pero también contiene ácido palmítico, que no es recomendable tomar en exceso, por lo que se debe consumir con moderación por parte de los enfermos oncológicos. El paciente hipertenso también debe consumirlo con moderación debido a su contenido en sal. Sin embargo, es muy sano para el microbiota intestinal, para mejorar nuestro sistema inmune y tiene muy pocas calorías”. El médico en casa…y en tiempos difíciles.

 

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